
Todo está tan claro, que parece una causa perdida:
(fragmento de Los que siempre están fuera)
empeñarse en discutir.
Si te das de frente, la bronca la tienes servida;
por enseñar los dientes,
por no encajar en el perfil buscado,
simpatizante de lo diferente.
Si todo está tan claro, ¿por qué nos empeñamos en discutir? Eso me pregunto yo cuando estoy «hablando» con alguien que no es capaz de escuchar a quien tiene delante, ni de razonar sus propios argumentos. Supongo que siempre se tiene una pequeña esperanza, ¿no? «A ver, que ahora parece que me está escuchando», «A lo mejor esta vez la cosa cambia».
¿Crees que tienes razón? Entonces defiéndelo a muerte, que yo haré lo mismo. No pretendo jugar con ventaja. Sólo pido que, si uno de los dos se da cuenta de que está equivocado, levante la mano. Sólo eso.
Pero te advierto: es un movimiento difícil. Hay que tener un buen brazo para poder hacerlo. Hay que estar fuerte, porque esa mano pesa como si llevaras un saco de cemento atado a la muñeca. Orgullo, lo llaman algunos.
Si no eres capaz de levantar a pulso el peso de tu propio orgullo, lo mejor es que te lo dejes en casa, porque te vas a hacer daño en la espalda. Y, lo que es peor, vas a hacer daño al incauto que tengas enfrente.